Por: Miguel Silva.
Érase una vez en un país muuuuy lejano, un país llamado Chile, los pueblos mapuche, kawescar, aymara, atacameño, diaguitas, los selk’nam y muchos más, vivían en comunidad con ellos mismos y con la naturaleza. Ellos y ellas mismas, en comunidad y en pequeña escala, cazaban, cosechaban o sembraban sus alimentos. Respetaban a la Pachamama que era la base de sus vidas y creencias.
Pero esa vida de sobrevivencia, bajo el impacto de primero el imperio inca y luego de la invasión española, entró en una serie de muy profundos cambios que iba a cambiar para siempre su convivencia entre ellos mismos y con la naturaleza.
Bajo la colonia, se llevaron muchos de los varones de sus comunidades para instalarlos en los lavaderos de oro. En otras palabras, comenzó ese largo proceso de la separación de cada individuo de su comunidad social.
Y luego, los y las mestizos, ya mayoría de la población del país, fueron llevadas a los fundos para sacar el trigo, el cuero y el cebo de la tierra a cambio de parte de la cosecha y más tarde, por un sueldo.
¿Cómo se entendía esto de trabajar por un sueldo en los fundos? Era un pago, en moneda en vez de parte de la cosecha, por el trabajo que hacían los y las campesinas mestizas.
Y luego, con el paso del tiempo, las familias del campo, en vez de fabricar ellos y ellas mismas todas sus herramientas de trabajo y su ropa y ollas, compraban algunas con sus sueldos. Proceso que tomó vuelo cuando empezaron a laborar con tractores y otras herramientas más industriales.
Acto seguido, muchos campesinos y sus familias migraron al norte para ganar un sueldo mejor y así fueron convertidos en trabajadores netamente asalariados que laboraban con técnicas modernas a gran escala en los campos salitreros, lo que los separó aún más de la naturaleza. Aunque todavía cooperaban con los y las otras trabajadoras en el proceso productivo en una nueva comunidad social de la clase trabajadora.
Las familias conseguían casi todos sus alimentos y otras necesidades de las pulperías; su comunidad productiva no era fuente de lo que necesitaban para vivir y sobrevivir.
En otras palabras, sus alimentos, sus casas, su ropa ya no se conseguían de la fuerza mancomunada de su comunidad, sino de la compra de los bienes fabricados por otros productores, en la pulpería, en la feria, en fin, en el mercado.
Cuando eran comunidad...
Los productos, bienes, eran consecuencia del trabajo mancomunado de la comunidad y así del uso compartido. Su valor era su utilidad dentro de su comunidad y por ende los bienes eran “valores de uso”. La misma comunidad se responsabilizaba para la confección de bienes más difíciles o de mayor alcance de producción.
Pero la trabajadora de los campos del salitre no tenía otra opción más que comprar casi todos sus bienes, entonces necesitaba tener una idea de su valor cuando los compraba. Este nuevo sentido de la palabra “valor” … ¿qué sentido tenía?
La pregunta ¿cuánto vale? provocó el cambio desde “¿es útil para nosotros en la comunidad? a “¿cuánto tengo que pagar para comprarlo en la pulpería o en la feria?”
Por su parte, los dueños de los campos del salitre sacaban las cuentas para fijar los precios de lo que compraban y vendían y así bien sabían cuánto tendrían que pagar y cobrar. Sabían que podían pagar unos cuantos pesos por hora al trabajador y su familia, pero su trabajo al fin de cada día había agregado más que esos pesos al salitre que se vendía afuera. Y por supuesto, sabían qué pasaba con los precios del salitre en los mercados de Europa entonces sabían cuánto podían cobrar “de más” en condiciones de la alta demanda.
Los dueños, entonces, sabían que su producto se vendía a un precio más alto de sus costos porque el trabajador recibía para su familia menos de lo que valía todo su trabajo, eso por un lado. Y por otro, sabían que la competencia entre las empresas de la producción de salitre – los proveedores – y las otras empresas de la agricultura que compraban ese salitre, podían hacer subir o bajar el precio del salitre y por ende aumentar o disminuir sus ganancias.
Para los dueños, el “valor” de su producto no era su utilidad en la comunidad, sino su utilidad como fuente de sus ganancias, para ellos mismos. Por supuesto, imaginaban que eran ellos la fuente de su buen negocio y no el trabajo de sus trabajadores y trabajadoras.
Tenemos que ver el proceso productivo del punto de vista de los mismos productores y productoras para entender bien el secreto de sus negocios.
La óptica de la productora.
Si usamos la óptica de la productora, vemos una serie de etapas de producción, cada una base de la próxima. A ver... los mineros y mineras de Inglaterra sacan el carbón y el hierro de las minas. Los y las trabajadores de las fundiciones de hierro del mismo país usan el carbón y el metal para fundir los lingotes que otras trabajadoras usan en las fábricas que manufacturan maquinaria. La maquinaria se envía en barcos que – a su vez—, son productos de las labores de soldadores, mecánicos, instrumentistas y un sinfín de especialistas mujeres y hombres. Y al llegar a los puertos chilenos, estibadores descargan la maquinaria y los ferroviarios las envían a las oficinas salitreras, donde trabajadores mujeres y hombres las ponen en marcha para recibir el salitre que otros sacan de la tierra.
En fin, las labores mancomunadas de múltiples grupos de trabajadores y trabajadoras cambian los productos de la naturaleza (carbón y hierro) en maquinarias y de allí sacan el salitre de la tierra para comenzar otro ciclo más en la agricultura en Europa
En ese sentido, el secreto de los negocios de los patrones es el uso y abuso de esa capacidad del ser humando de crear lo que necesitamos para vivir y sobrevivir. Y en cada etapa de ese proceso, se paga al trabajador hombre o mujer, solamente una parte del valor que crea. Se paga una parte del valor del trabajo de los mineros, las obreras de las fábricas, los soldadores y mecánicos, a los estibadores y los y las que laboran en los campos salitreros mismos.
El secreto del negocio, entonces, es que los productos son consecuencia de las labores humanas. La capacidad del ser humano de crear, su “fuerza de trabajo”, se pone en marcha y por ende cada producto tiene cristalizado en su interior una cantidad de trabajo. Es decir, el valor de uso de esa capacidad, esa “fuerza de trabajo”, es el trabajo mismo.
Pero no es el trabajador y la trabajadora que lleva a su casa los bienes que son producto del ejercicio de su fuerza creadora, su fuerza de trabajo. Es el capitalista, él o ella que compra su fuerza de trabajo cada día, semana o mes, que lleva las mercancías.
Ahora bien, esa fuerza de trabajo no se vendía a nadie en las comunidades de antes, sino se la ocupaba entre todos porque es el ejercicio de la fuerza de trabajo que crea todo lo que necesitamos.
Al contrario, hoy día, el capitalismo hace uso de esa fuerza de trabajo, paga para su mantenimiento diario, pero la usa por más horas que paga. Hoy en día, en promedio, con tres horas de su trabajo, el trabajador hombre y mujer, financia su sueldo y con lo que queda del día (5 horas, por ejemplo), financia las ganancias de su patrón.
Y mientras los y las miembros de las comunidades sentían que la fuerza mancomunada del trabajo pertenecía a su comunidad y ES su comunidad, para el capitalista, esa fuerza de trabajo es un producto más que compra para hacer funcionar su negocio. Muchas trabajadoras también piensan así, porque cuando compran en el supermercado o en la feria, ven que los bienes son puro cosas que pueden comprar con dinero y no piensan, por lo general, que esos bienes son la cristalización del trabajo de gente como ellas. Ven cosas y no personas. Ver una cosa y no una persona es lo que Carlitos Marx llamaba el “fetichismo”. En otras palabras, ver una cosa que asume una vida propia, como una fantasma.
El mercado y su misterio
Es muy común pensar que una cosa vale más que otra porque, de verdad, es mejor, más fina, más bonita, llama más la atención. Es decir, que la cualidad de “mejor” es una propiedad de la cosa misma en vez de consecuencia de ser producto del trabajo humano.
En otras palabras, la cualidad de “mejor” viene de la cosa y no de la trabajadora.
Por ejemplo, que un diamante o un auto Ferrari es más bonito o tiene más calidad, y que por ende es mejor (y que vale más), que un camión cargado de leche. Pero la razón de verdad por su valor, su precio (es decir cómo se decide cuántos se intercambian por una unidad de cualquier otro bien, o sea su “valor de cambio”) es que se ha gastado mucho trabajo humano en conseguirlo o fabricarlo.
Pero un camión de leche en nuestra sociedad del futuro será distinto, más importante, que el diamante o el Ferrari porque es más útil.
Hagamos la pregunta.... ¿qué es lo más importante, de verdad, de una cosa... si es útil, o si integra más o menos trabajo humano? Claro, lo que realmente es importante es su utilidad, independiente de cuánto trabajo hay que gastar en su fabricación. La utilidad de un diamante es poca comparada con la de un camión lleno de leche, a pesar del hecho que el diamante tiene cristalizada en su interior una enorme cantidad de trabajo humano.
Sin embargo, los y las trabajadores hoy día no somos las que decidimos si un bien es más importante que otro. Son los y las capitalistas que deciden ese tema, y ellas dicen que un bien es útil se pueden ganar utilidades de su fabricación.
Para nosotras, tenemos que gastar nuestros sueldos para tener acceso a los bienes que nosotros y otras trabajadoras fabricamos. ¡Muy extraña la situación!... nosotros y nosotras, quienes hacemos los bienes, tenemos que comprarlos a otras. ¿No sería mucho mejor almacenar esos bienes en una gran bodega y distribuirlos entre los mismos trabajadores y trabajadoras, sin pasar por ese proceso de comprarlos a otros, los y las capitalistas? Ellos, los y las capitalistas, tienen esos bienes en sus manos por el mero hecho que nos compran la fuerza de trabajo que crea los bienes y con esa fuerza de trabajo, ponen en marcha los medios de producción que también son de ellos.
¡El mundo tiene todo al revés, por así decirlo! Somos nosotras que fabricamos los bienes entonces debe ser nosotras que decidamos cuál es más importante o útil para nuestras familias. Y la importancia es muy distinta a la cantidad de trabajo incorporado en su fabricación. Para nosotras, el camión cargado de leche es mucho, mucho más útil que un diamante.
Para nosotras, en un mundo controlado por nosotras, es la utilidad que manda. Pero hoy, no es así. Compartimos nuestras sueldos por una cantidad de bienes cuyos valores se calculan según la cantidad de trabajo cristalizado dentro de ellos. Ese valor NO es lo mismo que se utilidad. Pagamos mucho por una casa cuando, de verdad, una casa debe ser de bajo costo o gratis, PORQUE ES MUY UTIL. Ver que la casa debe ser cara en vez de gratis es otra forma de ver las cosas con la óptica de loa que Carlitos llamaba el fetichismo.
Pero la realidad hoy es que son los y las capitalistas que deciden y nos compran la fuerza de trabajo como cualquier otra materia prima para hacer funcionar su proceso productivo. De hecho, para ellos, somos un bien más en su negocio, somos una “cosa”, una cosa que genera sus utilidades.
Carlitos Marx describió esta situación de locura en estas palabras:
A las personas “se les aparecen las relaciones sociales entre sus trabajos privados como lo que son, es decir, no como relaciones directamente sociales entre las personas en sus trabajos, sino más bien como relaciones materiales entre personas y relaciones sociales entre cosas”.
Lo que hacemos las trabajadoras es comprar los bienes que necesitamos para vivir, con el dinero que nos pagan cuando vendemos nuestra fuerza de trabajo. Cambiamos una cosa por otra, por así decirlo.
El Mercado manda.
Hay muchos sentidos en que el valor de cambio (es decir cuántos de un bien se intercambian por cualquier otro o por una cantidad de dinero porque un bien incorpora más o menos trabajo humano que otro), es muy importante para este sistema de cambio de mercancías que se llama capitalismo.
Por ejemplo, el sistema no sabe cuál es el producto mejor, más eficiente, más propicio para sí hasta el momento en que se compara ese producto con otros en el mercado (nacional o internacional). Es en ese momento que se comparan los productos y se encuentra uno mejor que otro, en términos de su capacidad de generar ganancias. Si no genera ganancias, no es mejor. Los dueños que venden el diamante o el Ferrari bien entienden ese hecho.
Y cuando se decide cuánto un patrón debería pagar a sus trabajadoras, tampoco sabe al principio, solamente cuando vende sus productos en el mercado puede averiguar si pagó de más (o gana mucho porque pagó muy poco). De esa manera, ese patrón y otros pueden ver si el sueldo que paga (es decir el trabajo “socialmente necesario” cristalizado en los bienes que la trabajadora consume en el trabajo y en la casa), es muy poco o muy alto comparado con el promedio.
El valor, para el capitalista, es cuánto trabajo esta cristalizado en cada bien. Paga solamente una parte de ese trabajo y lo que sobra... para su bolsillo.
El mercado también decide cuantas ganancias – en promedio – ganan las empresas de un país o países. Si unas empresas ganan mucho más que otras, entonces si invierte más capital en ese tipo de empresas y vuelven al nivel promedio.
En ese sentido, es el mercado que manda. Y en ese mismo sentido, para imponer nuestros valores, nuestras ideas sobre el valor de tal o cual bien, tenemos que controlar nosotras mismas sus precios, en forma democrática y directa. Ese es el caso si el producto se fabrica en una empresa privada o en una empresa estatal, porque ambas están controladas – directamente o indirectamente -- por el mercado nacional o internacional.
De hecho, cuando fijamos el precio –bajo, porque es útil-- de la leche en el camión, no tomamos en cuenta la cantidad de trabajo integrada en la leche sino su utilidad. Nuestros valores son distintos a los del capitalismo.
La producción a gran escala y la supresión del mercado.
La industrialización a gran escala, la tecnología, la ciencia, han creado condiciones en que ese trabajo cristalizado en todo lo que consumimos puede volver a ser nuestro, vuelve a ser nuestra, de nuestra propia uso.
Es decir, que hoy, tenemos la capacidad en el mundo de fabricar, cosechar, sembrar, generar, fundir, manufacturar, imprimir, transmitir todos lo que necesitamos y por ende comenzar a vivir bien.
Podemos, hoy, comenzar a volver a recuperar la fuerza de trabajo como nuestra, para nuestra comunidad de miles de millones de trabajadores. Como los productos serán nuestras, los supermercados se convierten en bodegas de distribución igualitaria. Los lugares de trabajo se convierten en centros de organización, discusión, planificación y producción. Los colegios se convierten en centro de pensamiento crítico y los hospitales en centros de saneamiento.
Todo eso es el comienzo de la recuperación de la capacidad creativa que tenemos como nuestra. Sin venderla, sin comprar y vender en el mercado, sin imaginar que los bienes que son la consecuencia de nuestras fuerzas productivas son la propiedad de otros. Son nuestros. La fuerza de trabajo es nuestra y nosotras decidimos si tal o cual bien es más útil para nosotras.
Vamos a tomar las decisiones sobre el valor de cada bien según nuestras necesidades. Y una vez que nuestros procesos productivos son tan potentes que tenemos todo lo que necesitamos, simplemente olvidamos sus precios y vamos al supermercado/bodega más cercana para buscar lo que necesitamos para vivir bien.
Sería el fin del distanciamiento entre las personas y sus comunidades y entre las productoras y sus productos. El fin de lo que Carlos Marx llamaba el “fetichismo”, en donde cada uno y una imagina que lo que fabrica, crea, inventa, no es suya sino de otra.
Es el comienzo del fin del distanciamiento entre la producción y el consumo, entre la producción, el intercambio y el uso.
Durante ese proceso de la recuperación de la nuestra, el productor debe, debe sentir que son sus propias capacidades que se están recuperando, entonces su control directo de sus actividades y luchas es indispensable. La lucha DEBE ser muy democrática porque, cuando puede sentir su poder, se cambia.
Por ende, el control burocrático por parte del Estado sobre la producción y la trabajadora no le sirve, porque la productora de base queda fuera del proceso. El control burocrático sobre las organizaciones sociales tampoco le sirve, por las mismas razones.
Y claro, si no luchamos con conciencia y organización contra la clase capitalista, no tenemos ninguna posibilidad de sacar el poder de sus manos y comenzar a construir nuestro propio país.
Es decir, tanto las luchas como el socialismo mismo son, y tienen que ser, parte del proceso de la recuperación de sus capacidades por parte del trabajador mismo y misma. No hay alternativa si queremos poner fin a la desconexión entre nosotras y lo que creamos, y así disolver ese “fetichismo” que ha creado el capitalismo.
Más importante aún, ya que el capitalismo está destruyendo la naturaleza, si no sacamos el mundo desde las manos de unos pocos, vamos a desaparecer como especie.